(A Federico Luppi, in memoriam)
«Me perdía entonces por la ciudad tan completamente como no he vuelto
después a perderme, ni en ella ni en ninguna otra, sin distinguir los puntos
cardinales y sin la menor idea de lo que podía encontrarme al doblar una
esquina, con esa ebriedad hecha a medias de asombro desmedido y cansancio, del
impacto causado por la escala de las distancias, las alturas, los puentes, las
multitudes, los ríos.»
Antonio Muñoz Molina, Ventanas de Manhattan
Claro que había salas de cine más
conocidas y renovadas, pero los Multicines Aguere de La Laguna tenían aquel
aire de abandono que los convertían en un lugar muy agradable para pasar la
tarde, un insólito remanso de placidez en medio del bullicio cotidiano. También
tenía otras ventajas nada desdeñables para un estudiante universitario.
Una de ellas, que el precio de
la entrada era un poco más barato que la de los cines de la capital, mucho más
modernos y concurridos. Otra ventaja era que estaban situados en el mismo
corazón de la ciudad universitaria, muy cerca del piso donde vivía por aquella
época, por lo que podías ir hasta allí paseando y luego quedarte a remolonear
por las cafeterías más hospitalarias del centro.
La tercera ventaja era que a
menudo reservaban una sala de cine -creo que era la última y la más pequeña del
edificio, la número cuatro- en la que proyectaban películas alternativas y cine
de autor, a un precio aún más económico que el habitual. Incluso, en ciertas
ocasiones, organizaban ciclos temáticos que atraía a cinéfilos de muy diverso
pelaje.
Sin duda allí fue donde me
aficioné al cine argentino y donde me convertí en un seguidor incondicional de
Federico Luppi. Igual que otros compañeros de su generación y de su misma nacionalidad
-como Norma Leandro o Héctor Alterio-, el actor argentino era una garantía de
calidad, de trabajo bien hecho, de honestidad profesional: apenas con un simple
gesto era capaz de transmitir una hondura y una sinceridad como muy pocos consiguen
hacerlo.
Podía darle credibilidad a
cualquier personaje que interpretara, desde los más abyectos hasta los más
simpáticos, desde los más exquisitos hasta los más mezquinos, con un oficio
comparable al de los grandes maestros, con una solvencia sin fisuras, y con una
amplia versatilidad de registros tanto para el drama como para la comedia, aunque
era en los dramas donde conseguía dominar la escena y su figura se acrecentaba.
Junto al director Adolfo
Aristarain formó uno de los binomios más fructíferos de la historia del
celuloide, con algunas joyas cinematográficas como Tiempo de revancha (1981), Un
lugar en el mundo (1992) o Lugares
comunes (2002), que parecen auténticos tratados de filosofía cotidiana.
Hace poco, los incondicionales de
Luppi tuvimos ocasión de verle durante unos breves minutos en Nieve negra (2017), la última película
en la que participó junto a Ricardo Darín y Leonardo Sbaraglia, y, pese a su
edad avanzada, aún se notaba la potencia de su magnetismo.
En la retina de los espectadores siempre
quedará un monólogo memorable que pronuncia en las escenas iniciales de la
película Lugares comunes, justo
después de que a su personaje, un profesor universitario de Literatura, el decano de la Facultad le comunica que han decidido jubilarlo anticipadamente.
Se trata de un monólogo muy corto
dirigido a sus alumnos, los profesores del futuro, pronunciado desde lo más profundo
del corazón, a pecho descubierto, sin las limitaciones de los planes de estudio
ni de la corrección política, en el que defiende la autenticidad del individuo
frente a los poderes establecidos y la misión formativa de los educadores con
independencia de las presiones y de las modas.
Tengo para mí que en los últimos
años a Federico Luppi ya no le ofrecían papeles principales como antaño, que
los directores ya no contaban con él como lo hacían antes y que su estrella se
fue apagando lentamente, sin que sus logros fuesen suficientemente reconocidos.
Pocos días después de su fallecimiento el pasado octubre, leí en la prensa que
incluso llegó a tener algunos problemas económicos al final de su vida.
Es una pena que aquellas personas
que nos han hecho disfrutar tanto con su trabajo -actores, escritores o
artistas- acaben sus días relegados a un segundo plano, injustamente olvidados,
como si no hubiese quedado nada de su enorme talento ni de su legado imprescindible.
Federico Luppi permanecerá en mi memoria como aquel actor que
siempre evitó los lugares comunes.
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