Manuscritos (2ª parte)



«La autenticidad de una cosa integra todo lo que esta implica de transmitible debido a su origen, tanto en su duración material como en su testimonio histórico. Ese testimonio, basado en la materialidad, es puesto en tela de juicio por la reproducción, de la que toda materialidad se ha retirado.»
Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproducción mecánica


Como cualquier producto humano, los manuscritos de cualquier autor tienen algo dolorosamente precario y frágil que estuviese a punto de perderse, o de no llegar a concretarse del todo.

Hay algo impúdico y al mismo tiempo revelador en el acto de asomarse a un manuscrito, una tentativa de búsqueda que trata de vislumbrar la singularidad del acto creativo, tal y como aconteció en sus orígenes.

Lo que uno lee, lo que suele tener entre las manos, es un objeto ya acabado llamado libro en su versión definitiva, mil veces pulimentada y revisada, con su sello editorial y su ISBN, su portada y su contraportada, su título en letras atractivas, su página de cortesía y su índice, etcétera, pero se olvida que los libros son el resultado de un proceso de creación fatigoso y a veces extenuante, que pasa por múltiples fases hasta llegar a ese objeto final, desposeído ya de todo ese trabajo acumulado en el transcurso de los días.

Se suele olvidar también que en ese progreso menesteroso son muchos los factores que pueden descalabrar el objetivo inicial, desde la propia apatía del autor o su falta de perseverancia, hasta otros factores externos que escapan completamente a su control. Si uno se para a pensarlo detenidamente, son muchos más los elementos en contra de la terminación de un libro que los que propician su culminación.

Quizás por eso, visto desde esta perspectiva, no resulte tan extraño el hecho de que los antiguos griegos considerasen la inspiración un acontecimiento milagroso, con un fuerte carácter de excepcionalidad, algo así como el acto de recibir el aliento de un dios, y que considerasen también que el poeta o el artista debían alcanzar un cierto estado de éxtasis cuando se entregaban a tan elevada tarea. En ese proceso de “furor poético”, el poeta trascendía sus límites, su propia corporalidad, para recibir el mensaje que los dioses le entregaban.

Ni que decir tiene que en la actualidad la inspiración literaria se presenta desde una óptica mucho más humilde y modesta -completamente desvinculada de este origen divino, desmitologizada y desacralizada-, que la de sus predecesores clásicos. Sin embargo, no deja de haber algo enigmático y a la vez asombroso, se diría incluso que prodigioso, cuando uno tiene acceso a ese proceso de creación que contienen los manuscritos de un autor.

Hace dos veranos tuve la oportunidad de ver una exposición sobre Ángel Crespo en la Casa Museo Pessoa de Lisboa. Se trataba de una panorámica sobre algunos trabajos de Crespo sobre Pessoa, incluidas sus traducciones al castellano: algunos artículos de prensa, tal y como fueron publicados en su momento, con la tipografía de la época; primeras ediciones de sus libros; páginas mecanografiadas de sus traducciones y sus estudios, corregidas de su puño y letra, con sus anotaciones en los márgenes, sus tachaduras enérgicas, sus correcciones de última hora: las ideas que se le iban ocurriendo atropelladamente y que añadía con caligrafía temblorosa y apresurada al trabajo que ya tenía.

Aquellos manuscritos de Ángel Crespo, casi imposibles de encontrar en cualquier escritor actual debido a las comodidades facilitadas por el ordenador, contenían toda la autenticidad efímera de la obra de arte de la que hablaba Walter Benjamin, las diferentes etapas de la creatividad, las ideas tal y como fueron concebidas por el pensamiento del autor y luego plasmadas en el papel.

Con delectación gozosa, uno no podía dejar de sentir un frío estremecimiento ante aquellos manuscritos, con su espontaneidad indomable y su apariencia de provisionalidad, con su calidad de augurio y su inevitable inconsistencia. Y a pesar de tener tantas cosas en contra, su decidido propósito de permanencia.

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